viernes, 11 de febrero de 2011

Memorias del Infradúplex

   Parte I

Le dicen Pringui

La mañana abrió gris. La niebla del Guadalquivir entreverada de humo de automóvil ocupaba la vista y despojaba de autoridad a los horizontes. Apenas un metro, dos a lo sumo, alcanzaban a ver los ojos. Lo supe desde el primer momento, desde que aprecié a Jotaerre esperando con su gabardina apoyado en el bólido, titilando como una estrella lejana frente al envite ventisquero del ambiente: Mal día para dejar de fumar.
Sin decir palabra Jotaerre y yo nos introdujimos en el auto, que arrancó decidido, como si no hubiera pasado la noche a la intemperie. Con un sonoro tintineo de engranajes nos homologamos al tráfico y ya en flujo interminable vehículos dimos pie a nuestra rutina diaria. Nada de preguntas infantiles, prescindibles, de qué tal la noche, qué tal el desayuno, qué has soñado. La noche mal, solitaria. Evidentemente no habíamos desayunado, y si por desayuno entendemos un café solo con cigarros, aún estaba por llegar. ¿Soñar? ¿Importa acaso lo que sueñen dos buscavidas dedicados a rastrear la inmundicia que persigue a todo humano por su mera condición de serlo? Hay personas que no merecen soñar, entre las que Jotaerre y yo estamos indudablemente incluidos. Por eso no nos preguntamos sobre nuestros sueños, aunque huelga decir que si soñáramos, tampoco nos apetecería contarlo.
-¿Qué hay para hoy?- Interrumpí el silencio, como si tal cosa. –Un par de casos a cada cual más chungo– Conduciendo, Jotaerre extrajo un carpetón bajo su asiento -A ver, por un  lado el perro de los Macuail, se perdió ayer y de madrugada les ha llegado una nota pidiendo un rescate.  Dos mil euros que los Macuail están dispuestos a pagar por un puto perro…- Temiendo que Jotaerre comenzara con su discurso sobre lo ignorantes que son los ricos y la mariconada que supone querer a un perro, le sustraje la carpeta de golpe. Bajo el dossier del perro de los Macuail un par de hojas arrancadas de un cuaderno, con letra de Jotaerre, desplegaban un caso que me llamó la atención desde el principio. Titubeante, la nota quería decir algo así como… “Encontrada muerta y rebozada en una freidora. Causa: Exceso de adobo en los pulmones y quemaduras irreversibles. La víctima mujer joven blanca de pelo rubio y gafas de sol, tatuaje en la nuca y… poca más información se ha podido extraer del cuerpo torrefacto, que no ha sido hallado en su totalidad. Responde a las iniciales M.F…” -¡Eh Jota! –Exclamé de pronto -¿Qué hay del caso de la rubia en adobo?- Jotaerre estalló en una carcajada irreprimible, añadiendo que sabía que yo iba a interesarme por este caso –Puede ser muy adictivo el adobo- me repitió con sorna.  No, en serio –Continué obcecado- Quiero saber cómo has conseguido este caso y por qué está escrito a mano, en una hoja común. Jotaerre me explicó entonces que lo habían llamado de madrugada, de manera anónima, y que tomó la declaración somnoliento mientras sostenía el teléfono en la oreja. –Yo no sé quién era CoCo, así dicho, lo utilizábamos mucho Jotaerre y yo, abrevia la palabra compañero, que es lo más cariñoso que ha salido de mi boca en siglos- Alguna gilipollas que quiere gastarnos una broma porque está aburrida. Podríamos ir a la dirección que me dieron, en plan serios, y les damos un susto. –Mejor que buscar perros- Espeté. Jotaerre cambió bruscamente de sentido y nos perdimos en la avenida que da a todas las direcciones. En menos de media hora llegamos al lugar del crimen.

- ¡Tenientes John Raimond y Henry Greatsmoker, abran la puerta! – Declamé ante la voz femenina que contestó al telefonillo. Tras atravesar el portal, Jotaerre tomó el ascensor y yo las escaleras. Había que taponar cualquier posible vía de escape. La puerta de su casa estaba entreabierta. La empujamos sensiblemente hacia dentro y los goznes se lamentaron con oxidados chirridos. En un sillón, al fondo, una mujer rubia nos esperaba sentada. Humeaba bajo su cara mortecina una taza de té que le empañaba los ojos de pura calor. Le definía las piernas un pijama celeste de raso, cuya parte arriba era amplia y la albergaba como una manta. Estaba tan guapa recién despierta y junto a la ventana que no daba la impresión de que fuese capaz de cometer ni el más leve de los delitos. Su voz emergió de súbito – Han venido ustedes muy temprano, ni me ha dado tiempo a maquillarme.- ¡No se te nota!- Añadí sin pensar, a lo que Jotaerre me respondió con un recio codazo. – Lo que quiere decir mi compañero, señorita – Me interrumpió Jotaerre imponiéndose- Es que hemos venido muy temprano porque así es nuestro trabajo. Los criminales no entienden de horarios. -¡Oh! ¡Cómo habla…!- rubricó la muchacha.
La muchacha se llamaba Gema y vivía con M.F. desde hacía años. Nos contó que a la asesinada que todo el mundo le decía Pringui y poca gente recuerda su auténtico nombre –De hecho me habéis dicho las iniciales y ni me acordaba, con la de años que hace que la conozco. Gema, a priori, no parecía demasiado afectada. Hablaba con naturalidad sobre todo lo que se le venía a la cabeza. Asimismo aparentaba sinceridad, respondía con exactitud y no tenía miedo. No obstante de su mirada azulona Jotaerre parecía deducir que sabía algo más que nosotros. Comencé el interrogatorio conforme a lo acostumbrado. – Bueno, señorita Hurtado- Llámeme Gema, señor Greatsmoker –Cortó en sensual confianza, lo cual me ruborizó sobremanera. Bueno Gema –Seguí –Cuéntanos qué hiciste desde la última vez que viste a la Pringui hasta hoy mismo.  Sin ambages, comentó que solo se veían por la noche, cuando ambas salían del trabajo, y que cada vez hablaban menos. Nos confesó que la Pringui trabajaba en una freiduría y que le resultaba bastante tedioso el turno completo – ¿Estabais enfadadas?- Asaltó de pronto Jotaerre. –No no, ni hablar de eso, pero...- Una undosa secreción de lágrimas aterrizó en los labios de Gema tras discurrir por sus mejillas y rebosar del ojo- No sé, que ya no nos entendíamos, pasaba el tiempo libre hablando por teléfono y ni comíamos juntas, ¡Si hubiera sabido cuánto la iba a echar de menos! – Gema rompió a llorar sin remisión. La conversación se relajó cuando le ofrecí un pañuelo, que ella cogió y agradeció con una sutil caricia en el envés de mi mano. Yo volví a ruborizarme y la cara se me llenó de arreboles incandescentes, proceso que Jotaerre evidenció desaprobándolo con un gesto terrible. Entretanto Gema frenó en su llantina, una vez desalojados los mocos, templó la voz y casi sonriente nos ofreció unas cervezas y una tapita de adobo.  –Claro que sí joder- Coincidimos Jotaerre y yo en admitir.
Mientras Gema se entretenía en la cocina aproveché para hablar con Jotaerre. -¿Qué te parece Co?, está afectada. –Miente –Sentenció grave mi compañero.  – ¿Por qué? Si se ha explicado de puta madre, no ha tartamudeado, la coartada es lógica y le unen lazos afectivos. – ¡Por eso mismo que le unen idiota! ¡Esa es la principal causa! En casi el cien por cien de los asesinatos víctima y homicida están unidos por algún tipo de relación, amistosa o sentimental, es de cajón. - ¡Y una polla!- Manifesté enérgico y sin dar lugar a respuesta, ya que Gema había llegado con una bandeja en la que se erigían unas cuantas cervezas y un plato de pescaito. Qué fría y qué rica estaba la cerveza.                                                                                                                                                    
Cerveza tras cerveza proseguimos con el interrogatorio, nos contó que vivían tres personas en el piso, junto con una amiga que ahora estaba en el extranjero (Inglaterra o Irlanda, qué más daba), y que la tercera compañera habría de llegar pronto. También estábamos interesados en el testimonio de la desconocida, así que Gema nos invitó a esperarla, para lo que sacó una nueva tanda de cervezas. Además, nos autorizó a usar el frigorífico mientras ella se aseaba.       –De hecho me voy a la ducha, y tenga cuidado, Greatsmoker. -¿Y eso señorita? Dudé sorprendido –Nada, que con tanta cervecita tal vez se le olvide donde hay que mirar, y la puerta del baño queda enfrente de usted y no se cierra del todo. Me guiñó un ojo y marchó hacia el fondo, despojándose poco a poco de algunas prendas. Yo estaba viendo su ruta enmimismado hasta que un imponente manotazo de Jotaerre me cercenó la vista y el conocimiento. Lo acompañó con una mirada ejecutora y una cervecilla para atemperarme. Lo supe desde el primer momento, desde que ella se acercó con una bandeja que titilaba como una estrella lejana sobre su brazo delgado: Mal día para dejar de beber.


Mierda, Jotaerre sostenía que Gema era culpable y yo, por alguna extraña razón, me obstinaba en defender lo contrario. El maldito Jotaerre desconfiaba de todo, e insistía en que Gema me estaba seduciendo y nublando las entendederas. Yo no encontraba evidencias para atribuirle delito alguno, al margen del cortejo simultáneo que estaba surgiendo y en el que me sentía autónomo, soberano. Todavía.                                                                                                                                                           A  estas alturas decidió mi compañero investigar su bolso o algún cajón, cosa que acepté por mera exigencia procedimental. Me decanté por los cajones, en los que había tickets de antiguos conciertos, pulseras de festivales, una foto de varios pares de pies en plano cenital, clips, possits, una pinza del pelo y algunas monedas inglesas (inferí entonces que la compañera restante estaba viviendo en Reino Unido). Jotaerre esquilmó su bolso con tesón hasta dar con la cámara de fotos. Jota siempre decía que las cámaras digitales eran el cáncer de los delincuentes, y con buenos motivos. Desde su popularización, la policía halla la mayoría de las evidencias en la memoria interna de estos artefactos. –Eh, mira esto –Me llamó. Las últimas fotos de la cámara de Gema retrataban una fiesta celebrada en esa misma casa, fechada el día de la desaparición de la Pringui.  La Pringui no aparecía en ninguna de las fotografías y el resto de participantes de la fiesta (la mayoría hombres) presentaban el aspecto que corresponde a este tipo de eventos: Ingobernables sonrisas, gestos descalabrados y una sencilla aura sonrosada que atestiguaba su embriaguez. ¿Por qué Gema no nos dijo nada de la fiesta? Seguramente cuando salga del baño nos lo explique y asunto zanjado, pensé yo. Jota, a lo suyo, me miraba con gesto reprobatorio, como él me mira cuando sabe que tiene razón y   yo no.                                                                                                                                             Rápido, autómata, Jota guardó la cámara de nuevo en el bolso al escuchar la puerta gimiendo al fondo del pasillo. Desde éste alcanzó el salón en donde estábamos una mujer morena, alta, que se quitaba los cascos del walkman presurosa y resoplaba hastiada. Al vernos musitó un “hola” un tanto insólito,  al que respondimos Jota y yo levantándonos y extendiendo la mano con deferencia. ¡Tenientes John Raimond y Henry Greatsmoker! –Procedí al instante. Ella estancó una sonrisa doblada hacia la izquierda y erizó levemente las cejas como si le hiciera gracia todo aquello. Luego estrechó mi mano recia y pasó a John, cuya mano mantuvo suspendida en el aire un tiempo, mientras le susurraba al oído –Yo tuve un novio policía, ¿sabe usted, Raimond? – Tutéame por favor, ¡Si tendremos la misma edad!- Corroboró Jotaerre mientras aprehendía por fin su mano en señal de saludo. Una respuesta que jamás habría podido imaginar de Jotaerre. A mí la morena no me daba buena espina, esa seguridad con que se acercó a mi compañero y esa flaqueza que demostró él al interponer tan desubicado comentario me hundían en el desconcierto. Carraspeé para interrumpirles y de seguido me interesé por su nombre, –Mar, Mar Fernández –, sentenció con simpleza mientras acomodaba el bolso y el abrigo en el perchero. Mar vestía una falda corta y unas botas planas, una camiseta de tirantas y un bolso del que pendía una chaqueta que llevaba puesta por la mañana y se había quitado en el camino de vuelta. Venía en bicicleta y por eso estaba acalorada.  Tenía la belleza de un caballo negro que guardara en sus crines reflejos de agua regada, una belleza grandilocuente y racial que mantenía a Jotaerre en constante embeleso. Mar se sentó mientras encendía un cigarrillo en el mismo lugar en que antes se sentó Gema, que ahora acababa de cerrar el grifo de la ducha. ¿Venís por lo de Marta no?- Se anticipó desorientándonos, ya que aún no sabíamos que el auténtico nombre de la Pringui era Marta. No me gustaba que ella llevara la iniciativa. Venimos por el caso del adobo- Dije lo más calmado que pude. –Sí ya, y por el caso de las cervecitas también –apuntó ella procaz mientras señalaba con la mirada los botellines vacíos y los restos de pescaito del plato. Jotaerre encontró plausible su comentario, adornándolo con una breve carcajada que mí me revolvió los tuétanos. Yo en cambio permanecí impertérrito, sugiriéndole a Mar que el asunto era bien serio y que debía, al igual que Gema, narrarnos su vida entera desde la última vez que vio a la Pringui con vida. Mar alegó que nunca coincidían, que la Pringui siempre estaba en la freiduría y que su tiempo libre lo pasaba en su habitación hablando por teléfono. ¿No había organizada una fiesta el mismo día de su desaparición?- Interrumpí con ánimo de desordenar su mentira. Pero nada más lejos. En lugar de eso Mar enarboló un nuevo discurso improvisado: decía que aquella fiesta de la que hablábamos nunca llegó celebrarse.  Nos dijo de pronto que la esperáramos tal cual nos encontrábamos, ya que debía ir a su cuarto a por no sé qué cosa. Al darse la vuelta me hice con su bolso y cogí su teléfono móvil. Mientras andaba al fondo del pasillo leí algunos mensajes recibidos, de Fran Pringui, Manu Pringui, Alfonso Pringui, Guille Pringui, y así todos los nombres hasta el final de la lista. Pensé que cada mensaje estaría relacionado con la desaparición de la Pringui, que constituirían algo así como un obituario telemático en el que conocidos de la Pringui consolaban a Mar por la desaparición de su amiga. Me equivoqué. Tan solo alcancé a leer los primeros dos o tres mensajes, pero convenían en comunicar “Sí, ya sé quien sois, iremos a la fiesta esta noche, una pena que no pueda la Pringui, un beso…” Di un codazo a mi compañero y le acerqué el teléfono, del que extrajo la misma información que yo, pero dicha información produjo en él un resultado distinto. -¿Y qué? –repuso lacónico él. – ¡Que Mar miente! Ha negado lo de la fiesta, tiene contactos con los amigos de la fallecida, ha copiado lo que ha dicho Gema sobre su relación con ella… ¡Es culpable! -¡No joder, es Gema la que ha copiado a Mar! Gema te está engañando y tú solo alcanzas a ver fantasmas donde no los hay- arremetía Jotaerre, colérico como pocas veces -Es Gema la que tiene las fotos de la fiesta y la que lo organizó todo, aunque a ti te interese más que salga y entre de la ducha.  No dio tiempo a llegar a las manos porque Mar apareció en el salón con una cajita plateada y una sonrisilla sospechosa. No peleéis chicos- venía ella recitando –que tengo un regalito para ustedes. Hace ya dos meses que no lo hago, pero desde lo de la Pringui me siento terriblemente triste- Mientras decía esto, Mar depositó la cajita misteriosa sobre la mesa y la abrió. Dentro había una maleable y oscura postura de hachís, cuajada de jugos que rezumaban como óleo por entre los plásticos que la asfixiaban. ¿Os traigo otras cervecitas y os vais haciendo un par de petas?- Sugirió achinando los rabillos del ojo con su sonrisa -¡No se hable más!- Contestamos Jotaerre y yo al unísono. Nos pusimos manos a la obra y pronto, entre petas y cervecitas, manejábamos un curioso mareo que nos hacía ver a Mar cada vez más libre de culpa. Lo supe desde el primer momento, desde que ella se acercó con esa cajita plateada que titilaba como una estrella lejana sobre sus manos: Mal día para dejar de fumar porros.