Recuerdo como si fuera ayer la noche en que la conocí. Desde el primer momento aprecié que ella era una forma de vida basada en el carbono, junto con otros elementos mezclados: Hierro como para un clavo, algo de calcio para revestir la madera de sus huesos, muchísimo oxígeno formando parte de diversos compuestos (como el agua que lloraba en ocasiones, que conciliaba a éste con el hidrógeno), trazas de yodo inapreciable y fósforo. Por dentro la circuía un eficiente cableado de sodio, que conducía sus manos y sus pies a su antojo por toda la geografía. La limpiaban dunas de cloro y azufre bañadas en sangre, por la que pululaba el magnesio libre entre el líquido y el músculo. Y nada más la componía en esencia.
Se intuía de su manera de ser que una hubo un tiempo en que todos estos elementos anduvieron desordenados, en un batiburrillo original y súbdito de la patria uterina. Coincidieron, no obstante, en ordenarse, en distribuirse mediante algún parámetro indescifrable, con tan extraordinaria minuciosidad que del nuevo ordenamiento surgió una persona. En principio todas estas sustancias emprendieron su camino guiado por otras metas; adaptarse a un medio ambiente de natural hostil, con huracanes, volcanes, bajas temperaturas, lluvias, rayos y truenos. Un entorno solícito, que invita a la aventura celular como reto autómata. El entorno de ella, crecida en sociedad civilizada y bajo techo, abastecida de cuanto necesitaba para vivir y mucho más, invocaba un resultado diferente. Sin embargo en algún momento todo se vio movido por cierto patrón tácito y pronto comenzaron a manifestarse músculos para correr, dientes para deglutir cualquier clase de alimentos, manos hábiles con que atraparlos o cosecharlos, y un magnífico cerebro pensante que lo organizaba todo y además proponía hacer cosas diferentes. También contenía vello, que ella obstinadamente extraía de sus piernas y axilas hasta dejarlas lisas, y más vello en muchas zonas en las que ella casi no se había percatado, porque era difícil. Para coronar el finísimo vello de su cuerpo una melena densa caía sobre sus hombros, melena que ella gobernaba y hacía mutar hasta de color, según le apeteciese. Tanto pelo inútil salió pensado para sustituir sus vestidos y demás prendas encantadoras que lucía con orgullo, para resguardarla de la intemperie. Por último, evidentemente también estaba preparada para prolongar su especie en el tiempo y el espacio. Para tal fin poseía una vagina canónica y bien construida entre las piernas y dos glándulas mamarias, cada cual consumando una inercia caediza de tejido blando y terso.
Ella tenía encomendado cuidar todo lo que le pertenecía. Al fin y al cabo, era su existencia misma. Por eso insuflaba continuamente aire y lo repartía, limpio, en cada rinconcito de su cuerpo que lo requiriese. Cada seis o siete horas ingería combinaciones que sintetizaban pertrechos de cada sustancia elemental, debidamente ordenados en forma de hoja de planta o filete de carne. Todo lo aderezaba con refrescantes líquidos, en ocasiones simple agua y en otras extraños mejunjes de colores, con burbujas, espuma o simplemente dulces y llanos. Una cuarta parte de su tiempo lo utilizaba para preservar los mecanismos que le daban vida, por lo que, si dividiéramos su existencia respecto a nociones de tiempo, y coincidiesen éstos con ciclos solares, algunos inmediatos y claramente identificables por los arrebatos de luz y ausencia de la misma (a los que podríamos llamar días) y otros más difíciles de constatar y relacionados con periodos de fertilidad de la tierra y reciclaje de la misma en barbecho, coincidentes con las estaciones conocidas de primavera, verano, otoño e invierno, a los que bien podríamos llamar años, pues centrándonos en los primeros, los días, de cada uno de estos que le tocaba vivir relegaba una cuarta parte a estar tumbada, conservando sus constantes vitales de manera latente. Dormía pues, como se suele decir, unas siete u ocho horas nocturnas, y cuando lo hacía su cara adoptaba facciones pacíficas y manejaba una belleza inusitada, por lo que verla dormir podría constituir la mayor de las atracciones.
Desde la perspectiva estética de la sociedad ella incurría en ciertos hábitos denominados comúnmente “feos”: Parte de las otras formas de vida que ella ingería, como las plantas o los animales, eran devueltas a la tierra o al agua en forma de mazacote execrable y algo maloliente. De cada líquido bebido filtraba parte para sí, y parte la incorporaba a ciertos minerales residuales que pacían en sus glomérulos, tras atravesar la criba renal, y luego los desalojaba sin miramientos. Estas actitudes podrían ser sancionadas por otros congéneres, si ella no se preocupase por llevarlas a cabo en lugares habilitados para tal, siempre sitos en compartimentos estancos e íntimos. No obstante cada ejercicio excretor propugnaba un nuevo equilibrio, porque éste era el sentido del mismo, y las plantas que ella ingería habrían agradecido recibir el conglomerado de las heces, y los animales que de estas plantas se alimentaban hubieran gozado mucho de comerlas fortalecidas por las muy nutridas excrecencias humanas.
Para resumir todo lo narrado y lo que ha quedado sin narrar, para recoger en una sola palabra todo aquello de lo que estaba compuesta y cómo todo aquello funcionaba, ella se hacía llamar Eva. Con el simple gesto de responder, de decir “me llamo Eva, o me llaman Eva” dejaba en evidencia que podía codificar la realidad y referirse a ella de manera abstracta. Poseía en sus mientes conceptos para casi todo, que vinculaban el objeto o la sensación referida con una arbitraria reunión de sílabas (golpes de voz). Además del aspecto funcional del sistema de referencia externa, al que podríamos llamar lenguaje, además del aspecto funcional del lenguaje, que es la transmisión de conceptos entre entes que comparten un mismo código, ella era capaz de otorgarle una dimensión inútil pero indudablemente bella: En ocasiones sobrealimentaba las sílabas conocidas con altas y bajas frecuencias y distintas amplitudes de onda, y las ordenaba según su gusto junto con otros ruidos contextuales que ella podía generar con su propia mano que percutiera, por ejemplo, una mesa. Entonces creaba una concatenación coordinada de sonidos que obligaba a permanecer escuchándola y a veces erizaba el vello de los brazos como si a uno lo hubiera invadido una bocanada de aire gélido. Esto era la música, y fue lo último que aprendí de ella. Guardaba la música en un soporte diminuto al que se adosaban dos longuísimas tiras de cable, acabadas en sendos capullos negros que se introducían a la perfección en sus cavidades auditivas. Con este artefacto colgado marchó hacia el final de la calle, remedando aquello que escuchaba en su propia boca y en sus movimientos, lo que podría ser entendido como una suerte de baile inacabado. Desde entonces escucho esta canción y la recuerdo ella, perdiéndose en la noche los tiempos:
Que guapo eres y que bien escribes mi arma!!
ResponderEliminardemasié pal body
ResponderEliminarLo de quapo, no lo discuto pero no eres mi tipo..
ResponderEliminarYa en serio: me ha encantado Enrique.
Cómo atrapan tus palabras y qué difícil se me ha hecho no leerme la entrada completa!
Es más, al final me ganó.
Un abrazo de ese VIP que no te ha visto en todas las navidades ;)
Este génesis merece biblia y religión.
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