sábado, 23 de abril de 2011

La gravedad en Semana Santa

La gravedad es una constante entendida como una fuerza a la que asignamos un número, 9,81. Tendemos a pensar en la gravedad como una fuerza terrestre humana, la que absorbió la manzana de Newton hasta colisionar con su cogote, la que nos mantiene pegados al suelo, la que impide a los australianos precipitarse a los inframundos estelares. Una fuerza cuya afección se limita a nuestro ámbito, el planeta tierra, y a la luna respecto a nosotros. Por todos es sabido que las mareas se producen por la atracción gravitatoria de la luna, que dependiendo de la cercanía del astro los flujos mareales son mayores, que el mar crece y decrece con especial virulencia, asola los paseos marítimos y desnuda sus fondos hasta mostrarnos el erial raquítico y montañoso en que bogan los cangrejos. Todo por causa de la cercanía de la luna. Sin embargo, da que pensar el hecho de que la masa de la luna sea 81 veces inferior a la tierra y no obstante se conserve dicha fuerza de atracción. ¿Acaso sólo el agua es susceptible de la pulsión gravitatoria de la luna? Nada más lejos. El agua es maleable y por eso su ubicación oscila con mayor flexibilidad, pero la gravedad supone la atracción mutua entre elementos, mutua en todos los sentidos: Vamos a imaginar a un niño lanzando una pelota al aire y volviéndola a coger. En uno de estos lances la pelota se resbala de sus manos y cae al suelo atraída por la tierra. El niño sabe que la pelota ha caído al suelo atraída por la tierra; lo que no sabe el niño es que la tierra, de la misma forma, también ha caído sobre la pelota. Es el sentido de que, pese a ser la tierra 81 veces más grande que la luna, ésta ejerza su poder planetario sobre nuestros mares.

Pues en Semana Santa pueden observarse muchísimas metáforas sobre la gravedad. La más evidente es la que mantiene los pasos pegados al suelo hasta que el llamador, gobernado por la mano del capataz, golpea en tres ocasiones el quicio de la estructura, y la caterva de costaleros envida la atracción natural de las figuras a la tierra con un heroico brinco hasta restituir el orden, es decir, hasta sustituir el propio suelo por el pescuezo, no a subvertir el orden, ya que tras saltar, el paso y las figuras que lo habitan vuelven a caer, esta vez en cuello y no en adoquín. Otra metáfora sobre la gravedad es la que lleva a cabo un amigo mío, un tanto idiota, que es celador del hospital y en cada periodo pascual coge una silla de ruedas del almacén y se pasea por ahí montado en ella. Yo creía que lo hacía para que le abriesen camino entre las gentes con mayor facilidad, pero nada de eso; él viaja todo el tiempo en silla de ruedas y con las piernecitas entumecidas hasta que sale la hermandad del Nazareno, y justo cuando el paso para ante él, en el lugar privilegiado que le brinda la concurrencia dada su condición de aparente manido, el muy estúpido desenrosca las piernas como flores dificultosas y las va apoyando gradualmente en el suelo, se sostiene deliberadamente en los hombros de los concomitantes contiguos y finalmente reposa todo su peso en sus pies, que para eso están, ante el profundo sentir de la calle que cuchichea sobre la posibilidad de un milagro, entonces él llora y aplaude en el silencio y las gentes, claro, imbuidas de fervor y exaltación, continúan con el aplauso y gritan “¡Milagro, milagro!” y él saluda como un torero y ellos le tiran flores que tenían preparadas para el Cristo en cuestión, se abraza al capataz y asume los flashes engreído, y tras el breve baño de multitudes el tarambana de mi colega se marcha andando y deja la silla en primera fila como testigo de un prodigio que sólo él conoce. Como le sale gratis la silla, no le importa abandonarla. Un auténtico idiota.


Como habréis podido imaginar yo me avergüenzo de mi colega, por lo que no me gusta quedar con él en calles susceptibles de albergar procesiones. Prefiero visitarlo en lugares más tranquilos en los que mi amigo no pueda llamar tanto la atención, ya que soy por naturaleza discreto. Sin embargo además de la gravedad hay otra ley de física básica que dice que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, que para cubrir el espacio que separa un punto de otro lo más coherente es tomar el camino más corto. Tarea fácil en cualquier época del año menos en Semana Santa, tiempo en que se pone en práctica aquello de “la materia pesa y ocupa un lugar en el espacio”. Los seres humanos no somos otra cosa que materia y al incurrir todos juntos en un mismo espacio angostamos los recintos, de forma que si pretendo, por ejemplo, cubrir la distancia que separa el punto A del punto B a través de una calle en la que procesiona una hermandad, lo tendré chungo no por la calle en sí, sino por el espacio que ocupa la materia humana y su inverosímil creencia de que quiero quitarles su sitio, cuando yo lo que quiero es poner en práctica la ley antes mencionada, la de la línea recta. Pues cuando intento, por el bien de la tradición, quedar con mi colega el de la silla de ruedas en un lugar apartado, emprendo el camino habitual a través de las calles de siempre, por muchas cabezas que vea al frente, pensando siempre que entre persona y persona quedará un huequito en el que pueda caber al menos de canto. Por lo tanto me voy entrometiendo, en principio esculcando los hombros con cierta fluidez, mas tarde rozándome ostensiblemente con las espaldas y los pechos de la gente y por último pidiendo permiso. Cinco o seis filas atrás de la hilera de penitentes el permiso se me concede, pero cuando ya quedan apenas tres líneas de espectadores hasta llegar al doble raíl de nazarenos la gente trueca irrebasable, y al demostrar sutilmente mi voluntad de paso ellos profieren “¡Si hombre, llevo aquí esperando tres horas, valiente desvergonzado!” yo doy a conocer mi pretensión de cruzar la calle ANTES de que llegue el paso ( a ser posible) y de respetar su campo visual porque la verdad es que no me interesa lo que en éste aparece, mas recibo una nueva negativa sorda y lo intento por flancos aledaños, voy sumergiéndome en una especia de puré homogéneo de brazos y torsos hasta que ya no puedo avanzar ni hacia delante ni hacia atrás. Ahí estaba yo, pues, encasquetado entre almas y respiraciones y encañonado por una niña pequeña que me golpeaba con un globo de Bob esponja. El globo de helio, auténtico desliz de la física, tendía a irse hacia arriba poniendo en jaque las leyes gravitatorias, impulso natural del helio que la niña contrarrestaba golpeándome rítmicamente con el globo en la entrepierna, no por concupiscencia sino por mera necesidad biológica, ya que la mano de la niña extendida apenas alcanzaba mi cuádriceps, su mano extendida blandiendo el globo de Bob esponja comprendía entonces mi entrepierna al completo. No contrariado sino entristecido por mi clausura y por la nueva afición de la niña por golpearme, que no me dolía en las carnes sino en los sentimientos, lo que me dolía no era el golpe sino el gesto, porque un globo no duele pero sí que una creatura de dios, pura inocencia, de pie a tales hostilidades para conmigo, que no le había hecho nada aún, y sobre todo que sus padres y mentores no se dignaran a mirar hacia abajo y ver lo que estaba haciendo su pequeña hija rubia que miraba perversa tras los cristales de sus gafas rosa.
Mientras la niña me golpeaba decidí enviar un mensaje a mi colega el de la silla de ruedas avisándole de que llegaría más tarde por estar secuestrado por el pueblo ante una procesión, y fue en ese momento de enviar un mensaje cuando se me vino a la cabeza la fatídica idea: El globo en la entrepierna, percutiendo a su debido ritmo y con la intensidad adecuada, aburrido como estaba y con la mente en blanco, podría provocarme una erección. Juro que no hallé más estímulo para la erección que el repiqueteo incansable del globo, pero el pene, mi pene, materia como es y sujeto a dilataciones, principió a hincharse de mero hastío y aquejando un inoportuno priapismo se endureció parcialmente pero con miras a hacerlo de forma más notoria, proceso que habría de evitar más que nada por el bien de la cara de la niña, no por que gaste una talla desmesurada sino por la mera proximidad de su faz de impúber. Sin darme cuenta el Cristo estaba ya cerca por lo que los padres espectadores, al igual que antes, no iban a desviar su mirada hacia la niña por el momento. Así que ni corto ni perezoso saqué un cigarro del bolsillo y lo encendí, y tras darle dos caladas y asegurar su punta incandescente lo introduje recio en el enorme ojo de Bob esponja. El globo explotó, tanto que en el silencio la explosión atrajo la atención de la mayoría de la gente que me rodeaba, del estallido las gafas de la niña cayeron al suelo y el padre, al darse la vuelta (por fin) para ver qué ocurría, pisó las gafas sin querer y produjo un chasquido como el que surge cuando se aplasta un insecto, aunque más caro. La niña también explotó, ella de llantos y gimoteos y el padre tras asirla en brazos ya solo tenía ojos para mí, aunque era sus ojos abyectos, diabólicos, mefistofélicos, antesala de insultos y bofetadas. Su mirada en silencio pedía una explicación, a lo que yo, solícito, respondí diciendo la verdad en busca de su comprensión: “Lo siento señor, es que su hija me la estaba poniendo dura”. Ea. Para qué dije nada.
Resulta que al hombre le sentó mal, la verdad duele. El muy energúmeno depositó sin ápice de suavidad a su hija en el suelo, la dejó someterse a los designios de la gravedad y de pura suerte la niña cayó en pie, llorando todavía, y prosiguió su padre cargando el puño en alto y dispuesto a dejarlo caer, esta vez con cierta fuerza premeditada, sobre mi mandíbula o mi pómulo. De gracia que de súbito una exclamación colectiva lo paró un instante y tras la exclamación un aplauso y una lluvia de flashes y un grito conjunto de ¡milagro, milagro! hizo que se olvidase de su tarea que era pegarme una hostia o dos. El idiota de mi amigo había vuelto para salvarme, y haciendo su teatrito original lo vi al fondo levantando la silla de ruedas en alto y presentándola al Cristo cubierto de lágrimas y ante la emoción sincera del capataz, que lo ayudaba a levantar la silla. Aproveché la pantomima para escapar indemne de aquel concurso tan nefasto y corrí como alma que lleva el diablo hacia un lugar seguro. Hoy la silla de ruedas está en los anaqueles de la sacristía, expuesta como ejemplo de un milagro que sí sucedió: la hostia de la que me libré de aquel padre iracundo gracias a mi colega, al que desde entonces llamo cariñosamente “el profeta”.

5 comentarios:

  1. Increíble tu historia de la Semana Santa onubense pero eres tela de cruel haciendo llorar a una pobre niña inocente e indefensa, bueno tenía a su padre. Quizás debas ir pensando en cambiar de amigos o colegas, según lo llames :P.

    La gravedad es un tema que no me queda claro, yo creo que todavía lo tienen que mejorar porque eso de que te caiga una manzana en la cabeza y, ea! lo llamaremos gravedad. Habrá que investigarlo junto con la materia negra que mantiene las galaxias unidas y con los agujeros negros supermasivos. Incrédula!

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  2. Grandísimo... Eso sí, espero que la historia sea ficticia, al menos la parte de tu amigo xDD Yo tengo una clase de abuela que no dudaría en enviarle todos sus ahorroscreyéndolo un santo xD.
    Desde luego cada día me sorprende más lo mucho que gusta Bob esponja a la gente joven; camisetas, bragas, empalmes...

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  3. Esta vez he de escribir-te que, como siempre tus narraciones son correctas, completas y llenas de detalles pero... es asqueroso que tu amigo se dedique a jugar de esa manera, patético tu juego con la mente en blanco y la niña debajo tuya... pienso en la enferma sociedad leyendo esta entrada, lo siento, la tienen la "vergüenza entera" todos aquellos que llenan las calles de la santa semana. Pienso que la inteligencia da pa mucho más que tu triste pero suertuda experiencia porque te has librado milagrosamente de que, otros que, con la mente en blanco como tú, por ejemplo el padre de la niña, re-accionara "cristiana e histéricamente" absorbido por la situación... te linchara y provocara a todo ese grupo de gente compactada y que...atraida por el amor, la fé y la compasión capillita, con sus paciencias agotadas y sus nervios a flor de piel, a la que mantiene unida y pegada a la tierra nada más y nada menos que la pura hipocresía.
    Brutal escena, ojalá hables más de amor, se te daría discretamente bien y serviría a todos más... Dios los cria y ellos se juntan, simple ley de atracción.
    Un saludo.

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  4. Marta, todo lo que escribo es mentira, mi amigo no existe, la niña no existe, yo no existí en esa calle y en esas circunstancias. Siento que no te haya gustado esta entrada, espero que la próxima sí. Un saludo.

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