El Patíbulo Rojo
Repaso de lo que se me va viniendo por la cabeza
martes, 8 de mayo de 2012
Perroladradorperromordedor.wordpress.com
A partir de ahora estaré en:
www.perroladradorperromordedor.wordpress.com
www.huelva24.com
Digo adiós para siempre a este blog. Gracias a todos los que me leyeron, nos vemos en mis nuevas páginas, que son mejores, porque escribe más gente. Un saludo.
sábado, 26 de noviembre de 2011
Huelva, Cittá Aperta (sobre las andanzas de Antonio Ponce)
Antonio Ponce, natural de la Puebla de Guzmán, suele vestir de gala para los actos públicos. Posee un sombrerete gañán de fieltro pardo, varias chaquetas tiesas como espadas, eau de bellota en el sobaco y un jabalí descerrajado a tiros que tiende a sonreír en las fotografías. Carga con la mandíbula en vanguardia, esconde ojos pequeños, advierte el pellejo soconusco y montaraz, deslumbra medallitas de vírgenes, contratos de guirlache en la carpeta y una rara afición por decomisar noticias.
Supe de su existencia una mañana, remota ya, en que tropecé con la fachada del antiguo concesionario de Peugeot en Huelva. Todo estaba como abandonado y una filigrana blanca de pintura en Spray apostaba por conmemorar sus andanzas sobre el escaparate, de suerte en pie, tildándolo de cómitre, de negrero, de explotador y de cacique (acierta quien crea que estos adjetivos no corresponden exactamente a lo observado en dicho escaparate, pero en mi blog no hay lugar para palabrotas, cojones.) Pues no sabía quién era el tipo objeto de tanta ira y más me reconcomía la duda porque por entonces estaba haciendo mis pinitos en un periódico local, y en prensa local uno se entera de todo lo local, y más local que un onubense con un concesionario en el polígono polirrosa no hay, salvo el loro de hamburguesas Uranga, la tiniebla de castañas de Muñoz de Vargas o el exquisito residuo de papelotes en harina que resta de pasar el rato en el Paco Moreno. Con mi cantinela impertinente de joven marxistilla anduve a la redacción la tarde con que se despidió del día aquella mañana de pintadas y palabrotas, solo para pasar teletipos e informarme de las venturas y calamidades de dicho individuo, Antonio Ponce. Esperé hasta que me dieron mi espacio libre, el hueco destinado a las cartas al director (ojo, muchas veces la escriben los principiantes y firman como si fueran ajenos al medio), en cuyo espacio jugaba al periodismo desangrando toda la poesía que le falta a las noticias habituales. No era la primera vez que me censuraban, pero sí la vez en que menos motivos asistieron a la excusa. Mientras estuve allí, no logré criticar ciertas políticas del Recreativo de Huelva (por aquella época me indignaba más que nada que un grupo de neonazis se alojase en el estadio, público, donde bajo la alarmante denominación de “hinchas” daban rienda suelta a su perorata genocida), no logré criticarlo por la relación que une al Recreativo con el Ayuntamiento y a éste con mi ya extinto periódico, tampoco pude escribir nada sobre las fábricas y su desaire de azufre a causa de la publicidad que éstas reservaban en el medio, y nada tampoco sobre la fraudulenta construcción de un mastodonte hotelero dentro de un paraje natural en Punta Umbría, a causa de la buena predisposición con que el señor dueño de hoteles Barceló alojaba en sus instalaciones los círculos de conferencias que solía organizar el medio en que yo escribía. Por cada causa imposible obtuve un argumento de peso, pero cuando indagué acerca de Antonio Ponce y me volqué en rellenar el mísero espacio de la carta al director contra él, un estentóreo “NO” sin más compañía que el gesto reprobatorio del redactor jefe sirvió para que desistiera en el intento. Nadie sabía nada de la Peugeot y aún menos de su cierre y de las pintadas.
Ávido de certezas, me propuse desentrañar las claves del contubernio por mi propia cuenta y tiré del internet, donde la información libre circula esperando ser rescatada. No hallé medios oficiales que hicieran eco de la noticia, pero sí un par de páginas independientes que aseguraban: ¡¡¡¡ QUE SE ENTERE TODA ESPAÑA LO QUE ESTA PASANDO EN LA PEUGEOT DE HUELVAA¡¡¡¡¡¡ APENAS HEMOS SALIO EN LA TELE NI EN LOS PERIODICOS....YA QUE UNO DE LOS SOCIOS (ANTONIO PONCE., PRESIDENTE DE LA F.O.E. DE HUELVA) DE TARTESSOS CAR (PEUGEOT) TIENE MANO EN LOS MEDIOS DE COMUNICACION Y HA PARADO QUE SALIERA TODO ESTO.......PUES QUE TE ENTERES QUE POR INTERNET NO ME PARA NADIEEEE¡¡¡¡¡¡ QUE SE ENTEREN TODOS LOS QUE DESCONOCIAN NUESTRO PROBLEMAAA......
DESDE HACE CASI 10 MESES QUE TARTESSOS CAR (PEUGEOT) NO ESTA PAGANDO A SUS TRABAJADORES...
LO ESTAMOS PASANDO TODOS MUY MAL, HEMOS ESTADO 9 MESES EN UN ERE Y NOS PROMETIERON QUE CUANDO ESE ERE TERMINARA NOS PAGARIAN LOS ATRASOS....
LA EMPRESA "RECIBIO EL MES DE FEBRERO DEL 2009 UN MILLON Y MEDIO DE EUROS DE LA JUNTA DE ANDALUCIA PARA HACER VIABLE LA EMPRESA" Y EN EL MES DE DICIEMBRE DEL 2009 NOS RETIRAN LA MARCA......Y NOS ENCONTRAMOS TODOS LOS EMPLEADOS SIN FUTURO NINGUNO Y LA EMPRESA CERRADA. ¿QUE HICIERON CON EL DINERO?? A DONDE FUE A PARAR¡¡¡¡¡¡¡ (http://www.forocoches.com/foro/showthread.php?t=1568911)
DESDE HACE CASI 10 MESES QUE TARTESSOS CAR (PEUGEOT) NO ESTA PAGANDO A SUS TRABAJADORES...
LO ESTAMOS PASANDO TODOS MUY MAL, HEMOS ESTADO 9 MESES EN UN ERE Y NOS PROMETIERON QUE CUANDO ESE ERE TERMINARA NOS PAGARIAN LOS ATRASOS....
LA EMPRESA "RECIBIO EL MES DE FEBRERO DEL 2009 UN MILLON Y MEDIO DE EUROS DE LA JUNTA DE ANDALUCIA PARA HACER VIABLE LA EMPRESA" Y EN EL MES DE DICIEMBRE DEL 2009 NOS RETIRAN LA MARCA......Y NOS ENCONTRAMOS TODOS LOS EMPLEADOS SIN FUTURO NINGUNO Y LA EMPRESA CERRADA. ¿QUE HICIERON CON EL DINERO?? A DONDE FUE A PARAR¡¡¡¡¡¡¡ (http://www.forocoches.com/foro/showthread.php?t=1568911)
Además de este testimonio, un pdf del sindicato unitario que por entonces operaba con los trabajadores cuenta cómo, al margen del convenio, la empresa introdujo una camarilla de jefes que se dedicó a liquidar las subvenciones obtenidas en “bares, restaurantes y salas de fiesta”, alegando luego la bancarrota. Todo un ejemplo de mala, nefasta, praxis empresarial.
Por no hallar más evidencias que las dos citadas dejé el caso, amén de no encontrar lugar alguno en que publicar mis pesquisas. No obstante continué acudiendo al periódico, donde nunca cobré ni pretendí (a cambio de tener libertad de horarios sacrifiqué el mísero de sueldo de becario que se me prometía). Usualmente se daba un ambiente precioso en la redacción, pero hacía un tiempo que detectaba cierta hostilidad general que no comprendía. Era que todo se estaba yendo al traste. Un día cualquiera, a las seis de la tarde, el redactor jefe me interrumpió
- Enrique, vamos a hacer un paro, no tienes porque participar, pero si quieres venir estamos en la puerta
- ¿Lo qué?
- Estás atontado hijo mío, qué alegría, te digo que estamos en huelga desde hace un mes, a las seis bajamos a la puerta y paramos de trabajar durante cinco minutos, llevamos este folio- (depositó sobre mi mesa un papelajo recién impreso “No al cierre de la empresa”, en capitulares gordas y negritas)
- Claro, claro, bajo con ustedes.
Por entonces me enseñaban en la facultad la teoría de los “gatekeepers” o guardianes de la verdad, que venía a decir que los periodistas somos los Carontes entre la Estigia político-económica y la sociedad, el nexo que vincula a los dominantes y a los dominados a través de prensa, los heraldos de la libertad. Aquella ideaza daba con sus fauces contra el suelo cuando miraba a mi redactor jefe, de natural soberbio, grande e incorruptible, domador de planillos y fumador de winston, cuya voz tan solo era ya digna del folio anónimo y de los cinco minutos de guerra por la tarde. Lo abordé:
-¿por qué estamos en huelga?
- Tú por nada, nosotros porque no nos pagan desde hace seis meses, y ni tengo dinero yo, ni le puedo dar nada a los becarios que cobran y me llaman todos los días. Y parece que no les quiero pagar, pero no es cosa mía, yo llevo también seis meses sin cobrar y tengo familia, se me cae la cara de vergüenza cuando me llaman, en serio…
-¿Seis meses? ¿Y por qué no sacas mañana en portada “estamos en huelga, no nos pagan desde hace seis meses”?
-Jajajaja, qué atontado estás hijo de mi vida, qué alegría
Y todos subimos al fin, como impelidos por no sé qué campanas silenciosas.
Fueron pocas las tardes en que bajé con ellos a hacer la huelga porque mi etapa en el medio tocó a su fin y volví a Sevilla. Ya en Sevilla me enteré subrepticiamente del cierre de mi periódico, e imaginé, no sin nostalgia, cómo desmantelarían el olor a colonia de mi compañera, cómo lo harían para incautar el humo de winston del descansillo o de qué manera conseguirían instalar el silencio de los desahucios en aquel local vocinglero y frenético. Seguro que fue mucho más fácil vaciarlo de ordenadores que privarlo de toda la vida que acogieron sus paredes. Difícil o fácil, el local quedó huero y sus trabajadores, mis antiguos compañeros, repartidos entre las colas del Inem o gabinetes de comunicación de empresas subsidiarias. Fue una lástima, pero no se despidieron sin luchar. Al margen de los conatos de huelga pentaminutales de cada tarde, me enteré de que entablaron litigio con la empresa acreedora, porque el retraso de seis nóminas fue tan solo el culmen de dos años de retrasos en los pagos. Ante tal situación, mis compañeros se vieron obligados a acudir a los tribunales y justo en ese momento los jefes de la empresa editora, “Publicaciones de Huelva S.A” , desaparecieron del mapa, obviando incluso presentarse al acto de conciliación acaecido en el Centro de Mediación, Arbitraje y Conciliación (CEMAC) en Agosto de 2010, paso previo y obligatorio para presentar demanda.
No sólo no les pagan, sino que además rehúyen y escapan a la posibilidad de arreglar la situación legalmente, mediante el burdo gesto de no presentarse, de “desaparecer” de Huelva. Con tantas filiaciones con empresas importantes que tenía el periódico, ¿quién habrá sido capaz de dejar a los periodistas en la estacada? ¿Quién era el responsable de Publicaciones Huelva S.A, a su vez relacionada con Unidad Editorial, editora de El Mundo? Pues agárrense a sus asientos, damos y cabelleras, porque el responsable de la editorial prevaricadora no era otro que ¡Antonio Ponce! ¡El hombre del jabalí!
Antonio Ponce, pues, natural de La Puebla de Guzmán, usuario del tafetán y la escopeta, además de abandonar la Peugeot y condenar a sus respectivos trabajadores a la calle, hace lo propio con Publicaciones Huelva, la que tan bien sus espaldas cubrió cuando necesitó silencio respecto a sus descalabros. Nadie confiaría en un médico que dejase morir a la mitad de sus pacientes, ni tendría futuro un arquitecto cuyas construcciones se desvaneciesen solas, ni un abogado empeñado en encerrar a personas inocentes, ni un bombero pirómano, y sin embargo Antonio Ponce, no sólo hórrido negociante sino también delincuente, ostenta el cargo de “Presidente de la Federación Onubense de Empresarios (FOE)”. Si un chaval que quiere ser futbolista pretende imitar a Ronaldo o a Messi, si un periodista en ciernes encuentra en Iñaki Gabilondo su modelo a seguir o un escritor novel en Saramago, el ejemplo para los empresarios de Huelva y provincia es Antonio Ponce, el que los preside a todos, quien les señala el camino. Sobre esta paradoja tan auténtica, la empresa editora de El Mundo, relacionada con Publicaciones Huelva S.A publicó lo siguiente:
“Volvemos a lamentar que Unidad Editorial se asocie con empresarios ajenos al mundo de la comunicación que han acabado con el cierre de periódicos, como ocurrió con La Gaceta de Canarias y con El Mundo de Almería.
Los responsables de Unidad Editorial han intentado en varias ocasiones que Antonio Ponce plantee una salida al problema, pero no han tenido respuesta. Ante esa actitud, el Comité pide a Unidad Editorial que busque una solución para esos trabajadores y no mantenga negocios con un empresario que ha demostrado que no puede ser llamado así, aunque presida a los de toda la provincia.”
¿Acaso en Huelva no hay más medios que publiquen lo sucedido? Hay más medios, pero no publican lo sucedido. No porque Antonio Ponce, presidente de la FOE, el hombre que admite en público que “las elevadas tasas de cáncer en Huelva no son producto de las fábricas sino de los hábitos de consumo”, el hombre que ve absolutamente necesario construir un aeropuerto en la capital de provincia más pequeña de Andalucía, que además se encuentra a menos de una hora del aeropuerto de Faro y una hora del de Sevilla, ese hombre de ideas renovadoras e incansable prurito tiene un convenio firmado con AENOR, entidad encargada de dar la AAI (Autorización Ambiental Integrada) a las empresas químicas de la ciudad, y éstas, a su vez, agrupadas en la AIQB (Asociación de Industrias Químicas Básicas)tienen un convenio con la FOE, que se encarga de representarlas en los medios de comunicación, de las “relaciones institucionales entre las distintas fábricas que componen el polo y los medios de comunicación”. Sencillo: La FOE organiza convenios con las empresas que representa (AIQB) y los medios de comunicación, convenios publicitarios, de manera que podemos detectar la friolera de “112 horas de publicidad de las empresas del Polo Químico en los medios de comunicación locales, un total de 20 patrocinios de secciones y programa en prensa, radio y televisión”. Además de eso, posibilita que empresas contaminantes se instalen en nuestra ciudad, porque, recordemos, Antonio Ponce es amigo de AENOR, quien soluciona la emisión de autorizaciones derivadas del impacto medioambiental que producen las químicas (teniendo en cuenta que los pulmones y las gargantas humanas también son medio ambiente).
Ocuparía otro capítulo enorme la relación de la Junta de Andalucía y el Ayuntamiento con todo este meollo (lo digo por si habéis echado en falta que insulte a algún político, todo se andará). Ya es tarde, y para haber tardado tanto en volver a escribir, estimo que ya está bien por hoy. No hay literatura ni poesía, pero es que conforme escribía, las formas líricas del lenguaje, la belleza de las cosas, perdían sus escaños en el texto. Volverán, imagino, las oscuras golondrinas, a reír la primavera, volverás a tu pueblo y a tu higuera, a esperarme desnuda en la cocina…. En fin, ya estoy otra vez divagando. Como ustedes, a quienes me dirijo.
sábado, 23 de abril de 2011
La gravedad en Semana Santa
La gravedad es una constante entendida como una fuerza a la que asignamos un número, 9,81. Tendemos a pensar en la gravedad como una fuerza terrestre humana, la que absorbió la manzana de Newton hasta colisionar con su cogote, la que nos mantiene pegados al suelo, la que impide a los australianos precipitarse a los inframundos estelares. Una fuerza cuya afección se limita a nuestro ámbito, el planeta tierra, y a la luna respecto a nosotros. Por todos es sabido que las mareas se producen por la atracción gravitatoria de la luna, que dependiendo de la cercanía del astro los flujos mareales son mayores, que el mar crece y decrece con especial virulencia, asola los paseos marítimos y desnuda sus fondos hasta mostrarnos el erial raquítico y montañoso en que bogan los cangrejos. Todo por causa de la cercanía de la luna. Sin embargo, da que pensar el hecho de que la masa de la luna sea 81 veces inferior a la tierra y no obstante se conserve dicha fuerza de atracción. ¿Acaso sólo el agua es susceptible de la pulsión gravitatoria de la luna? Nada más lejos. El agua es maleable y por eso su ubicación oscila con mayor flexibilidad, pero la gravedad supone la atracción mutua entre elementos, mutua en todos los sentidos: Vamos a imaginar a un niño lanzando una pelota al aire y volviéndola a coger. En uno de estos lances la pelota se resbala de sus manos y cae al suelo atraída por la tierra. El niño sabe que la pelota ha caído al suelo atraída por la tierra; lo que no sabe el niño es que la tierra, de la misma forma, también ha caído sobre la pelota. Es el sentido de que, pese a ser la tierra 81 veces más grande que la luna, ésta ejerza su poder planetario sobre nuestros mares.
Pues en Semana Santa pueden observarse muchísimas metáforas sobre la gravedad. La más evidente es la que mantiene los pasos pegados al suelo hasta que el llamador, gobernado por la mano del capataz, golpea en tres ocasiones el quicio de la estructura, y la caterva de costaleros envida la atracción natural de las figuras a la tierra con un heroico brinco hasta restituir el orden, es decir, hasta sustituir el propio suelo por el pescuezo, no a subvertir el orden, ya que tras saltar, el paso y las figuras que lo habitan vuelven a caer, esta vez en cuello y no en adoquín. Otra metáfora sobre la gravedad es la que lleva a cabo un amigo mío, un tanto idiota, que es celador del hospital y en cada periodo pascual coge una silla de ruedas del almacén y se pasea por ahí montado en ella. Yo creía que lo hacía para que le abriesen camino entre las gentes con mayor facilidad, pero nada de eso; él viaja todo el tiempo en silla de ruedas y con las piernecitas entumecidas hasta que sale la hermandad del Nazareno, y justo cuando el paso para ante él, en el lugar privilegiado que le brinda la concurrencia dada su condición de aparente manido, el muy estúpido desenrosca las piernas como flores dificultosas y las va apoyando gradualmente en el suelo, se sostiene deliberadamente en los hombros de los concomitantes contiguos y finalmente reposa todo su peso en sus pies, que para eso están, ante el profundo sentir de la calle que cuchichea sobre la posibilidad de un milagro, entonces él llora y aplaude en el silencio y las gentes, claro, imbuidas de fervor y exaltación, continúan con el aplauso y gritan “¡Milagro, milagro!” y él saluda como un torero y ellos le tiran flores que tenían preparadas para el Cristo en cuestión, se abraza al capataz y asume los flashes engreído, y tras el breve baño de multitudes el tarambana de mi colega se marcha andando y deja la silla en primera fila como testigo de un prodigio que sólo él conoce. Como le sale gratis la silla, no le importa abandonarla. Un auténtico idiota.
Como habréis podido imaginar yo me avergüenzo de mi colega, por lo que no me gusta quedar con él en calles susceptibles de albergar procesiones. Prefiero visitarlo en lugares más tranquilos en los que mi amigo no pueda llamar tanto la atención, ya que soy por naturaleza discreto. Sin embargo además de la gravedad hay otra ley de física básica que dice que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, que para cubrir el espacio que separa un punto de otro lo más coherente es tomar el camino más corto. Tarea fácil en cualquier época del año menos en Semana Santa, tiempo en que se pone en práctica aquello de “la materia pesa y ocupa un lugar en el espacio”. Los seres humanos no somos otra cosa que materia y al incurrir todos juntos en un mismo espacio angostamos los recintos, de forma que si pretendo, por ejemplo, cubrir la distancia que separa el punto A del punto B a través de una calle en la que procesiona una hermandad, lo tendré chungo no por la calle en sí, sino por el espacio que ocupa la materia humana y su inverosímil creencia de que quiero quitarles su sitio, cuando yo lo que quiero es poner en práctica la ley antes mencionada, la de la línea recta. Pues cuando intento, por el bien de la tradición, quedar con mi colega el de la silla de ruedas en un lugar apartado, emprendo el camino habitual a través de las calles de siempre, por muchas cabezas que vea al frente, pensando siempre que entre persona y persona quedará un huequito en el que pueda caber al menos de canto. Por lo tanto me voy entrometiendo, en principio esculcando los hombros con cierta fluidez, mas tarde rozándome ostensiblemente con las espaldas y los pechos de la gente y por último pidiendo permiso. Cinco o seis filas atrás de la hilera de penitentes el permiso se me concede, pero cuando ya quedan apenas tres líneas de espectadores hasta llegar al doble raíl de nazarenos la gente trueca irrebasable, y al demostrar sutilmente mi voluntad de paso ellos profieren “¡Si hombre, llevo aquí esperando tres horas, valiente desvergonzado!” yo doy a conocer mi pretensión de cruzar la calle ANTES de que llegue el paso ( a ser posible) y de respetar su campo visual porque la verdad es que no me interesa lo que en éste aparece, mas recibo una nueva negativa sorda y lo intento por flancos aledaños, voy sumergiéndome en una especia de puré homogéneo de brazos y torsos hasta que ya no puedo avanzar ni hacia delante ni hacia atrás. Ahí estaba yo, pues, encasquetado entre almas y respiraciones y encañonado por una niña pequeña que me golpeaba con un globo de Bob esponja. El globo de helio, auténtico desliz de la física, tendía a irse hacia arriba poniendo en jaque las leyes gravitatorias, impulso natural del helio que la niña contrarrestaba golpeándome rítmicamente con el globo en la entrepierna, no por concupiscencia sino por mera necesidad biológica, ya que la mano de la niña extendida apenas alcanzaba mi cuádriceps, su mano extendida blandiendo el globo de Bob esponja comprendía entonces mi entrepierna al completo. No contrariado sino entristecido por mi clausura y por la nueva afición de la niña por golpearme, que no me dolía en las carnes sino en los sentimientos, lo que me dolía no era el golpe sino el gesto, porque un globo no duele pero sí que una creatura de dios, pura inocencia, de pie a tales hostilidades para conmigo, que no le había hecho nada aún, y sobre todo que sus padres y mentores no se dignaran a mirar hacia abajo y ver lo que estaba haciendo su pequeña hija rubia que miraba perversa tras los cristales de sus gafas rosa.
Mientras la niña me golpeaba decidí enviar un mensaje a mi colega el de la silla de ruedas avisándole de que llegaría más tarde por estar secuestrado por el pueblo ante una procesión, y fue en ese momento de enviar un mensaje cuando se me vino a la cabeza la fatídica idea: El globo en la entrepierna, percutiendo a su debido ritmo y con la intensidad adecuada, aburrido como estaba y con la mente en blanco, podría provocarme una erección. Juro que no hallé más estímulo para la erección que el repiqueteo incansable del globo, pero el pene, mi pene, materia como es y sujeto a dilataciones, principió a hincharse de mero hastío y aquejando un inoportuno priapismo se endureció parcialmente pero con miras a hacerlo de forma más notoria, proceso que habría de evitar más que nada por el bien de la cara de la niña, no por que gaste una talla desmesurada sino por la mera proximidad de su faz de impúber. Sin darme cuenta el Cristo estaba ya cerca por lo que los padres espectadores, al igual que antes, no iban a desviar su mirada hacia la niña por el momento. Así que ni corto ni perezoso saqué un cigarro del bolsillo y lo encendí, y tras darle dos caladas y asegurar su punta incandescente lo introduje recio en el enorme ojo de Bob esponja. El globo explotó, tanto que en el silencio la explosión atrajo la atención de la mayoría de la gente que me rodeaba, del estallido las gafas de la niña cayeron al suelo y el padre, al darse la vuelta (por fin) para ver qué ocurría, pisó las gafas sin querer y produjo un chasquido como el que surge cuando se aplasta un insecto, aunque más caro. La niña también explotó, ella de llantos y gimoteos y el padre tras asirla en brazos ya solo tenía ojos para mí, aunque era sus ojos abyectos, diabólicos, mefistofélicos, antesala de insultos y bofetadas. Su mirada en silencio pedía una explicación, a lo que yo, solícito, respondí diciendo la verdad en busca de su comprensión: “Lo siento señor, es que su hija me la estaba poniendo dura”. Ea. Para qué dije nada.
Resulta que al hombre le sentó mal, la verdad duele. El muy energúmeno depositó sin ápice de suavidad a su hija en el suelo, la dejó someterse a los designios de la gravedad y de pura suerte la niña cayó en pie, llorando todavía, y prosiguió su padre cargando el puño en alto y dispuesto a dejarlo caer, esta vez con cierta fuerza premeditada, sobre mi mandíbula o mi pómulo. De gracia que de súbito una exclamación colectiva lo paró un instante y tras la exclamación un aplauso y una lluvia de flashes y un grito conjunto de ¡milagro, milagro! hizo que se olvidase de su tarea que era pegarme una hostia o dos. El idiota de mi amigo había vuelto para salvarme, y haciendo su teatrito original lo vi al fondo levantando la silla de ruedas en alto y presentándola al Cristo cubierto de lágrimas y ante la emoción sincera del capataz, que lo ayudaba a levantar la silla. Aproveché la pantomima para escapar indemne de aquel concurso tan nefasto y corrí como alma que lleva el diablo hacia un lugar seguro. Hoy la silla de ruedas está en los anaqueles de la sacristía, expuesta como ejemplo de un milagro que sí sucedió: la hostia de la que me libré de aquel padre iracundo gracias a mi colega, al que desde entonces llamo cariñosamente “el profeta”.
Pues en Semana Santa pueden observarse muchísimas metáforas sobre la gravedad. La más evidente es la que mantiene los pasos pegados al suelo hasta que el llamador, gobernado por la mano del capataz, golpea en tres ocasiones el quicio de la estructura, y la caterva de costaleros envida la atracción natural de las figuras a la tierra con un heroico brinco hasta restituir el orden, es decir, hasta sustituir el propio suelo por el pescuezo, no a subvertir el orden, ya que tras saltar, el paso y las figuras que lo habitan vuelven a caer, esta vez en cuello y no en adoquín. Otra metáfora sobre la gravedad es la que lleva a cabo un amigo mío, un tanto idiota, que es celador del hospital y en cada periodo pascual coge una silla de ruedas del almacén y se pasea por ahí montado en ella. Yo creía que lo hacía para que le abriesen camino entre las gentes con mayor facilidad, pero nada de eso; él viaja todo el tiempo en silla de ruedas y con las piernecitas entumecidas hasta que sale la hermandad del Nazareno, y justo cuando el paso para ante él, en el lugar privilegiado que le brinda la concurrencia dada su condición de aparente manido, el muy estúpido desenrosca las piernas como flores dificultosas y las va apoyando gradualmente en el suelo, se sostiene deliberadamente en los hombros de los concomitantes contiguos y finalmente reposa todo su peso en sus pies, que para eso están, ante el profundo sentir de la calle que cuchichea sobre la posibilidad de un milagro, entonces él llora y aplaude en el silencio y las gentes, claro, imbuidas de fervor y exaltación, continúan con el aplauso y gritan “¡Milagro, milagro!” y él saluda como un torero y ellos le tiran flores que tenían preparadas para el Cristo en cuestión, se abraza al capataz y asume los flashes engreído, y tras el breve baño de multitudes el tarambana de mi colega se marcha andando y deja la silla en primera fila como testigo de un prodigio que sólo él conoce. Como le sale gratis la silla, no le importa abandonarla. Un auténtico idiota.
Como habréis podido imaginar yo me avergüenzo de mi colega, por lo que no me gusta quedar con él en calles susceptibles de albergar procesiones. Prefiero visitarlo en lugares más tranquilos en los que mi amigo no pueda llamar tanto la atención, ya que soy por naturaleza discreto. Sin embargo además de la gravedad hay otra ley de física básica que dice que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, que para cubrir el espacio que separa un punto de otro lo más coherente es tomar el camino más corto. Tarea fácil en cualquier época del año menos en Semana Santa, tiempo en que se pone en práctica aquello de “la materia pesa y ocupa un lugar en el espacio”. Los seres humanos no somos otra cosa que materia y al incurrir todos juntos en un mismo espacio angostamos los recintos, de forma que si pretendo, por ejemplo, cubrir la distancia que separa el punto A del punto B a través de una calle en la que procesiona una hermandad, lo tendré chungo no por la calle en sí, sino por el espacio que ocupa la materia humana y su inverosímil creencia de que quiero quitarles su sitio, cuando yo lo que quiero es poner en práctica la ley antes mencionada, la de la línea recta. Pues cuando intento, por el bien de la tradición, quedar con mi colega el de la silla de ruedas en un lugar apartado, emprendo el camino habitual a través de las calles de siempre, por muchas cabezas que vea al frente, pensando siempre que entre persona y persona quedará un huequito en el que pueda caber al menos de canto. Por lo tanto me voy entrometiendo, en principio esculcando los hombros con cierta fluidez, mas tarde rozándome ostensiblemente con las espaldas y los pechos de la gente y por último pidiendo permiso. Cinco o seis filas atrás de la hilera de penitentes el permiso se me concede, pero cuando ya quedan apenas tres líneas de espectadores hasta llegar al doble raíl de nazarenos la gente trueca irrebasable, y al demostrar sutilmente mi voluntad de paso ellos profieren “¡Si hombre, llevo aquí esperando tres horas, valiente desvergonzado!” yo doy a conocer mi pretensión de cruzar la calle ANTES de que llegue el paso ( a ser posible) y de respetar su campo visual porque la verdad es que no me interesa lo que en éste aparece, mas recibo una nueva negativa sorda y lo intento por flancos aledaños, voy sumergiéndome en una especia de puré homogéneo de brazos y torsos hasta que ya no puedo avanzar ni hacia delante ni hacia atrás. Ahí estaba yo, pues, encasquetado entre almas y respiraciones y encañonado por una niña pequeña que me golpeaba con un globo de Bob esponja. El globo de helio, auténtico desliz de la física, tendía a irse hacia arriba poniendo en jaque las leyes gravitatorias, impulso natural del helio que la niña contrarrestaba golpeándome rítmicamente con el globo en la entrepierna, no por concupiscencia sino por mera necesidad biológica, ya que la mano de la niña extendida apenas alcanzaba mi cuádriceps, su mano extendida blandiendo el globo de Bob esponja comprendía entonces mi entrepierna al completo. No contrariado sino entristecido por mi clausura y por la nueva afición de la niña por golpearme, que no me dolía en las carnes sino en los sentimientos, lo que me dolía no era el golpe sino el gesto, porque un globo no duele pero sí que una creatura de dios, pura inocencia, de pie a tales hostilidades para conmigo, que no le había hecho nada aún, y sobre todo que sus padres y mentores no se dignaran a mirar hacia abajo y ver lo que estaba haciendo su pequeña hija rubia que miraba perversa tras los cristales de sus gafas rosa.
Mientras la niña me golpeaba decidí enviar un mensaje a mi colega el de la silla de ruedas avisándole de que llegaría más tarde por estar secuestrado por el pueblo ante una procesión, y fue en ese momento de enviar un mensaje cuando se me vino a la cabeza la fatídica idea: El globo en la entrepierna, percutiendo a su debido ritmo y con la intensidad adecuada, aburrido como estaba y con la mente en blanco, podría provocarme una erección. Juro que no hallé más estímulo para la erección que el repiqueteo incansable del globo, pero el pene, mi pene, materia como es y sujeto a dilataciones, principió a hincharse de mero hastío y aquejando un inoportuno priapismo se endureció parcialmente pero con miras a hacerlo de forma más notoria, proceso que habría de evitar más que nada por el bien de la cara de la niña, no por que gaste una talla desmesurada sino por la mera proximidad de su faz de impúber. Sin darme cuenta el Cristo estaba ya cerca por lo que los padres espectadores, al igual que antes, no iban a desviar su mirada hacia la niña por el momento. Así que ni corto ni perezoso saqué un cigarro del bolsillo y lo encendí, y tras darle dos caladas y asegurar su punta incandescente lo introduje recio en el enorme ojo de Bob esponja. El globo explotó, tanto que en el silencio la explosión atrajo la atención de la mayoría de la gente que me rodeaba, del estallido las gafas de la niña cayeron al suelo y el padre, al darse la vuelta (por fin) para ver qué ocurría, pisó las gafas sin querer y produjo un chasquido como el que surge cuando se aplasta un insecto, aunque más caro. La niña también explotó, ella de llantos y gimoteos y el padre tras asirla en brazos ya solo tenía ojos para mí, aunque era sus ojos abyectos, diabólicos, mefistofélicos, antesala de insultos y bofetadas. Su mirada en silencio pedía una explicación, a lo que yo, solícito, respondí diciendo la verdad en busca de su comprensión: “Lo siento señor, es que su hija me la estaba poniendo dura”. Ea. Para qué dije nada.
Resulta que al hombre le sentó mal, la verdad duele. El muy energúmeno depositó sin ápice de suavidad a su hija en el suelo, la dejó someterse a los designios de la gravedad y de pura suerte la niña cayó en pie, llorando todavía, y prosiguió su padre cargando el puño en alto y dispuesto a dejarlo caer, esta vez con cierta fuerza premeditada, sobre mi mandíbula o mi pómulo. De gracia que de súbito una exclamación colectiva lo paró un instante y tras la exclamación un aplauso y una lluvia de flashes y un grito conjunto de ¡milagro, milagro! hizo que se olvidase de su tarea que era pegarme una hostia o dos. El idiota de mi amigo había vuelto para salvarme, y haciendo su teatrito original lo vi al fondo levantando la silla de ruedas en alto y presentándola al Cristo cubierto de lágrimas y ante la emoción sincera del capataz, que lo ayudaba a levantar la silla. Aproveché la pantomima para escapar indemne de aquel concurso tan nefasto y corrí como alma que lleva el diablo hacia un lugar seguro. Hoy la silla de ruedas está en los anaqueles de la sacristía, expuesta como ejemplo de un milagro que sí sucedió: la hostia de la que me libré de aquel padre iracundo gracias a mi colega, al que desde entonces llamo cariñosamente “el profeta”.
viernes, 25 de marzo de 2011
A qué huele la pus
Hoy me he reventado un grano perfecto, sublime, precioso. Antes de que emergiera el capullo blanquecino que le otorga su definitiva forma de grano yo ya sabía que el grano estaba ahí. La minúscula área de piel enrojecida junto con el dolor punzante y diminuto que sentía al acariciarlo lo delataban. Se escondía, pero en el fondo quería salir. He sido adolescente por lo que entiendo algo de granos y espinillas y os aseguro que el grano del que hablo era muy bonito. En principio, cuando ya predecía su naturaleza, dudé un tiempo. ¿Lo dejo, espero a que crezca solo y luego lo estallo o voy vaciándolo ya? Si lo vacío ya, en su más tierna infancia, a buen seguro la inapreciable infección que produzca hará que dentro de un par de días se manifieste algo parecido a un grano sobre el cráter ausente en el que nació el primero, que no será ya grasa subcutánea sino pus. Pero si espero a que asome, a que salude al aire con su cúpula azucena y tersa, luego cuando vaya a estallarlo no reventará del todo. Rebosará el pellejo ya cansado de albergarlo y la grasa caerá como el agua de un pantano en año de bonanza, lentamente y empujada por la inercia natural. Tan solo con tocarlo se vendrá solo abajo, se romperá la piel de puro agotamiento, se deshará en un movimiento sencillo, como si fuera de fragilísima seda...Es decir, nada espectacular.
La disyuntiva en que me hallaba me llevó a la siguiente decisión: Esperaría unas horas, cinco o seis a lo sumo, de manera que no tuviera que esforzarme en esquilmar el hoyo pero tampoco dejarlo que se explote solo. ¿Cómo saber cuándo sería el momento? Me lo diría el tacto y después la vista.
¡Se me hizo tan largo el día! Yo tanteaba la piel cada minuto, el dolor no remitía, tampoco aumentaba, pero iba tornando superficial. Ya no venía de las entrañas de la hipodermis sino que iba escalando paulatinamente hasta la dermis misma, y yo reconocía su esfuerzo y le decía mentalmente “venga campeón, un poco más” y él me hacía caso porque era mío. No sé si me adelanté al tiempo acordado pero aún guardo la imagen que me condujo a la batalla, una parcela de epidermis color fresa desde la que se vislumbraba ya el magma rutilante y denso que la empujaba. Esa parcela ya estaba elevada sobre el resto de la piel, de manera que al pasear el dedo por ella se notaba la protuberancia y la puntillita en su cénit. Estaba rodeado de personas pero no podía esperar más.
Tan solo con la mano derecha, concretamente con los dedos índice y pulgar, fabriqué una pinza como el que monta un rifle y la probé lanzando pinzamientos al aire, tanteé la zona accidentada con ambos dedos intentando insuflar la misma fuerza en todo lo largo de la circunferencia para que el grano no estallase descompasado, hundí los dedos hasta lo más hondo que pude para generar la explosión que deseaba, y ya todo perfectamente ordenado inyecté todos los kilojulios que mis músculos permitieron en lo más profundo de la protuberancia. ¡Qué exitazo! ¡El magma blanco ascendió casi hacia el techo y en todas direcciones, produjo en la pantalla del ordenador inenarrables arcoíris, me mojó un párpado y goteó sobre el brazo del internauta contiguo! El internauta miró de forma subrepticia pero un solo instante; creyó que era el clásico perdigón de saliva. ¡Ah, ingenuo de él, que nunca conocerá el maravilloso proceso del que fue testigo!
Si alguien lo ha leído le pido perdón públicamente. No volveré a hacerlo más. Lo siento mamá.
viernes, 11 de febrero de 2011
Memorias del Infradúplex
Parte I
Le dicen Pringui
La mañana abrió gris. La niebla del Guadalquivir entreverada de humo de automóvil ocupaba la vista y despojaba de autoridad a los horizontes. Apenas un metro, dos a lo sumo, alcanzaban a ver los ojos. Lo supe desde el primer momento, desde que aprecié a Jotaerre esperando con su gabardina apoyado en el bólido, titilando como una estrella lejana frente al envite ventisquero del ambiente: Mal día para dejar de fumar.
Sin decir palabra Jotaerre y yo nos introdujimos en el auto, que arrancó decidido, como si no hubiera pasado la noche a la intemperie. Con un sonoro tintineo de engranajes nos homologamos al tráfico y ya en flujo interminable vehículos dimos pie a nuestra rutina diaria. Nada de preguntas infantiles, prescindibles, de qué tal la noche, qué tal el desayuno, qué has soñado. La noche mal, solitaria. Evidentemente no habíamos desayunado, y si por desayuno entendemos un café solo con cigarros, aún estaba por llegar. ¿Soñar? ¿Importa acaso lo que sueñen dos buscavidas dedicados a rastrear la inmundicia que persigue a todo humano por su mera condición de serlo? Hay personas que no merecen soñar, entre las que Jotaerre y yo estamos indudablemente incluidos. Por eso no nos preguntamos sobre nuestros sueños, aunque huelga decir que si soñáramos, tampoco nos apetecería contarlo.
-¿Qué hay para hoy?- Interrumpí el silencio, como si tal cosa. –Un par de casos a cada cual más chungo– Conduciendo, Jotaerre extrajo un carpetón bajo su asiento -A ver, por un lado el perro de los Macuail, se perdió ayer y de madrugada les ha llegado una nota pidiendo un rescate. Dos mil euros que los Macuail están dispuestos a pagar por un puto perro…- Temiendo que Jotaerre comenzara con su discurso sobre lo ignorantes que son los ricos y la mariconada que supone querer a un perro, le sustraje la carpeta de golpe. Bajo el dossier del perro de los Macuail un par de hojas arrancadas de un cuaderno, con letra de Jotaerre, desplegaban un caso que me llamó la atención desde el principio. Titubeante, la nota quería decir algo así como… “Encontrada muerta y rebozada en una freidora. Causa: Exceso de adobo en los pulmones y quemaduras irreversibles. La víctima mujer joven blanca de pelo rubio y gafas de sol, tatuaje en la nuca y… poca más información se ha podido extraer del cuerpo torrefacto, que no ha sido hallado en su totalidad. Responde a las iniciales M.F…” -¡Eh Jota! –Exclamé de pronto -¿Qué hay del caso de la rubia en adobo?- Jotaerre estalló en una carcajada irreprimible, añadiendo que sabía que yo iba a interesarme por este caso –Puede ser muy adictivo el adobo- me repitió con sorna. No, en serio –Continué obcecado- Quiero saber cómo has conseguido este caso y por qué está escrito a mano, en una hoja común. Jotaerre me explicó entonces que lo habían llamado de madrugada, de manera anónima, y que tomó la declaración somnoliento mientras sostenía el teléfono en la oreja. –Yo no sé quién era Co – Co, así dicho, lo utilizábamos mucho Jotaerre y yo, abrevia la palabra compañero, que es lo más cariñoso que ha salido de mi boca en siglos- Alguna gilipollas que quiere gastarnos una broma porque está aburrida. Podríamos ir a la dirección que me dieron, en plan serios, y les damos un susto. –Mejor que buscar perros- Espeté. Jotaerre cambió bruscamente de sentido y nos perdimos en la avenida que da a todas las direcciones. En menos de media hora llegamos al lugar del crimen.
- ¡Tenientes John Raimond y Henry Greatsmoker, abran la puerta! – Declamé ante la voz femenina que contestó al telefonillo. Tras atravesar el portal, Jotaerre tomó el ascensor y yo las escaleras. Había que taponar cualquier posible vía de escape. La puerta de su casa estaba entreabierta. La empujamos sensiblemente hacia dentro y los goznes se lamentaron con oxidados chirridos. En un sillón, al fondo, una mujer rubia nos esperaba sentada. Humeaba bajo su cara mortecina una taza de té que le empañaba los ojos de pura calor. Le definía las piernas un pijama celeste de raso, cuya parte arriba era amplia y la albergaba como una manta. Estaba tan guapa recién despierta y junto a la ventana que no daba la impresión de que fuese capaz de cometer ni el más leve de los delitos. Su voz emergió de súbito – Han venido ustedes muy temprano, ni me ha dado tiempo a maquillarme.- ¡No se te nota!- Añadí sin pensar, a lo que Jotaerre me respondió con un recio codazo. – Lo que quiere decir mi compañero, señorita – Me interrumpió Jotaerre imponiéndose- Es que hemos venido muy temprano porque así es nuestro trabajo. Los criminales no entienden de horarios. -¡Oh! ¡Cómo habla…!- rubricó la muchacha.
La muchacha se llamaba Gema y vivía con M.F. desde hacía años. Nos contó que a la asesinada que todo el mundo le decía Pringui y poca gente recuerda su auténtico nombre –De hecho me habéis dicho las iniciales y ni me acordaba, con la de años que hace que la conozco. Gema, a priori, no parecía demasiado afectada. Hablaba con naturalidad sobre todo lo que se le venía a la cabeza. Asimismo aparentaba sinceridad, respondía con exactitud y no tenía miedo. No obstante de su mirada azulona Jotaerre parecía deducir que sabía algo más que nosotros. Comencé el interrogatorio conforme a lo acostumbrado. – Bueno, señorita Hurtado- Llámeme Gema, señor Greatsmoker –Cortó en sensual confianza, lo cual me ruborizó sobremanera. Bueno Gema –Seguí –Cuéntanos qué hiciste desde la última vez que viste a la Pringui hasta hoy mismo. Sin ambages, comentó que solo se veían por la noche, cuando ambas salían del trabajo, y que cada vez hablaban menos. Nos confesó que la Pringui trabajaba en una freiduría y que le resultaba bastante tedioso el turno completo – ¿Estabais enfadadas?- Asaltó de pronto Jotaerre. –No no, ni hablar de eso, pero...- Una undosa secreción de lágrimas aterrizó en los labios de Gema tras discurrir por sus mejillas y rebosar del ojo- No sé, que ya no nos entendíamos, pasaba el tiempo libre hablando por teléfono y ni comíamos juntas, ¡Si hubiera sabido cuánto la iba a echar de menos! – Gema rompió a llorar sin remisión. La conversación se relajó cuando le ofrecí un pañuelo, que ella cogió y agradeció con una sutil caricia en el envés de mi mano. Yo volví a ruborizarme y la cara se me llenó de arreboles incandescentes, proceso que Jotaerre evidenció desaprobándolo con un gesto terrible. Entretanto Gema frenó en su llantina, una vez desalojados los mocos, templó la voz y casi sonriente nos ofreció unas cervezas y una tapita de adobo. –Claro que sí joder- Coincidimos Jotaerre y yo en admitir.
Mientras Gema se entretenía en la cocina aproveché para hablar con Jotaerre. -¿Qué te parece Co?, está afectada. –Miente –Sentenció grave mi compañero. – ¿Por qué? Si se ha explicado de puta madre, no ha tartamudeado, la coartada es lógica y le unen lazos afectivos. – ¡Por eso mismo que le unen idiota! ¡Esa es la principal causa! En casi el cien por cien de los asesinatos víctima y homicida están unidos por algún tipo de relación, amistosa o sentimental, es de cajón. - ¡Y una polla!- Manifesté enérgico y sin dar lugar a respuesta, ya que Gema había llegado con una bandeja en la que se erigían unas cuantas cervezas y un plato de pescaito. Qué fría y qué rica estaba la cerveza.
Cerveza tras cerveza proseguimos con el interrogatorio, nos contó que vivían tres personas en el piso, junto con una amiga que ahora estaba en el extranjero (Inglaterra o Irlanda, qué más daba), y que la tercera compañera habría de llegar pronto. También estábamos interesados en el testimonio de la desconocida, así que Gema nos invitó a esperarla, para lo que sacó una nueva tanda de cervezas. Además, nos autorizó a usar el frigorífico mientras ella se aseaba. –De hecho me voy a la ducha, y tenga cuidado, Greatsmoker. -¿Y eso señorita? Dudé sorprendido –Nada, que con tanta cervecita tal vez se le olvide donde hay que mirar, y la puerta del baño queda enfrente de usted y no se cierra del todo. Me guiñó un ojo y marchó hacia el fondo, despojándose poco a poco de algunas prendas. Yo estaba viendo su ruta enmimismado hasta que un imponente manotazo de Jotaerre me cercenó la vista y el conocimiento. Lo acompañó con una mirada ejecutora y una cervecilla para atemperarme. Lo supe desde el primer momento, desde que ella se acercó con una bandeja que titilaba como una estrella lejana sobre su brazo delgado: Mal día para dejar de beber.
Cerveza tras cerveza proseguimos con el interrogatorio, nos contó que vivían tres personas en el piso, junto con una amiga que ahora estaba en el extranjero (Inglaterra o Irlanda, qué más daba), y que la tercera compañera habría de llegar pronto. También estábamos interesados en el testimonio de la desconocida, así que Gema nos invitó a esperarla, para lo que sacó una nueva tanda de cervezas. Además, nos autorizó a usar el frigorífico mientras ella se aseaba. –De hecho me voy a la ducha, y tenga cuidado, Greatsmoker. -¿Y eso señorita? Dudé sorprendido –Nada, que con tanta cervecita tal vez se le olvide donde hay que mirar, y la puerta del baño queda enfrente de usted y no se cierra del todo. Me guiñó un ojo y marchó hacia el fondo, despojándose poco a poco de algunas prendas. Yo estaba viendo su ruta enmimismado hasta que un imponente manotazo de Jotaerre me cercenó la vista y el conocimiento. Lo acompañó con una mirada ejecutora y una cervecilla para atemperarme. Lo supe desde el primer momento, desde que ella se acercó con una bandeja que titilaba como una estrella lejana sobre su brazo delgado: Mal día para dejar de beber.
Mierda, Jotaerre sostenía que Gema era culpable y yo, por alguna extraña razón, me obstinaba en defender lo contrario. El maldito Jotaerre desconfiaba de todo, e insistía en que Gema me estaba seduciendo y nublando las entendederas. Yo no encontraba evidencias para atribuirle delito alguno, al margen del cortejo simultáneo que estaba surgiendo y en el que me sentía autónomo, soberano. Todavía. A estas alturas decidió mi compañero investigar su bolso o algún cajón, cosa que acepté por mera exigencia procedimental. Me decanté por los cajones, en los que había tickets de antiguos conciertos, pulseras de festivales, una foto de varios pares de pies en plano cenital, clips, possits, una pinza del pelo y algunas monedas inglesas (inferí entonces que la compañera restante estaba viviendo en Reino Unido). Jotaerre esquilmó su bolso con tesón hasta dar con la cámara de fotos. Jota siempre decía que las cámaras digitales eran el cáncer de los delincuentes, y con buenos motivos. Desde su popularización, la policía halla la mayoría de las evidencias en la memoria interna de estos artefactos. –Eh, mira esto –Me llamó. Las últimas fotos de la cámara de Gema retrataban una fiesta celebrada en esa misma casa, fechada el día de la desaparición de la Pringui. La Pringui no aparecía en ninguna de las fotografías y el resto de participantes de la fiesta (la mayoría hombres) presentaban el aspecto que corresponde a este tipo de eventos: Ingobernables sonrisas, gestos descalabrados y una sencilla aura sonrosada que atestiguaba su embriaguez. ¿Por qué Gema no nos dijo nada de la fiesta? Seguramente cuando salga del baño nos lo explique y asunto zanjado, pensé yo. Jota, a lo suyo, me miraba con gesto reprobatorio, como él me mira cuando sabe que tiene razón y yo no. Rápido, autómata, Jota guardó la cámara de nuevo en el bolso al escuchar la puerta gimiendo al fondo del pasillo. Desde éste alcanzó el salón en donde estábamos una mujer morena, alta, que se quitaba los cascos del walkman presurosa y resoplaba hastiada. Al vernos musitó un “hola” un tanto insólito, al que respondimos Jota y yo levantándonos y extendiendo la mano con deferencia. ¡Tenientes John Raimond y Henry Greatsmoker! –Procedí al instante. Ella estancó una sonrisa doblada hacia la izquierda y erizó levemente las cejas como si le hiciera gracia todo aquello. Luego estrechó mi mano recia y pasó a John, cuya mano mantuvo suspendida en el aire un tiempo, mientras le susurraba al oído –Yo tuve un novio policía, ¿sabe usted, Raimond? – Tutéame por favor, ¡Si tendremos la misma edad!- Corroboró Jotaerre mientras aprehendía por fin su mano en señal de saludo. Una respuesta que jamás habría podido imaginar de Jotaerre. A mí la morena no me daba buena espina, esa seguridad con que se acercó a mi compañero y esa flaqueza que demostró él al interponer tan desubicado comentario me hundían en el desconcierto. Carraspeé para interrumpirles y de seguido me interesé por su nombre, –Mar, Mar Fernández –, sentenció con simpleza mientras acomodaba el bolso y el abrigo en el perchero. Mar vestía una falda corta y unas botas planas, una camiseta de tirantas y un bolso del que pendía una chaqueta que llevaba puesta por la mañana y se había quitado en el camino de vuelta. Venía en bicicleta y por eso estaba acalorada. Tenía la belleza de un caballo negro que guardara en sus crines reflejos de agua regada, una belleza grandilocuente y racial que mantenía a Jotaerre en constante embeleso. Mar se sentó mientras encendía un cigarrillo en el mismo lugar en que antes se sentó Gema, que ahora acababa de cerrar el grifo de la ducha. ¿Venís por lo de Marta no?- Se anticipó desorientándonos, ya que aún no sabíamos que el auténtico nombre de la Pringui era Marta. No me gustaba que ella llevara la iniciativa. Venimos por el caso del adobo- Dije lo más calmado que pude. –Sí ya, y por el caso de las cervecitas también –apuntó ella procaz mientras señalaba con la mirada los botellines vacíos y los restos de pescaito del plato. Jotaerre encontró plausible su comentario, adornándolo con una breve carcajada que mí me revolvió los tuétanos. Yo en cambio permanecí impertérrito, sugiriéndole a Mar que el asunto era bien serio y que debía, al igual que Gema, narrarnos su vida entera desde la última vez que vio a la Pringui con vida. Mar alegó que nunca coincidían, que la Pringui siempre estaba en la freiduría y que su tiempo libre lo pasaba en su habitación hablando por teléfono. ¿No había organizada una fiesta el mismo día de su desaparición?- Interrumpí con ánimo de desordenar su mentira. Pero nada más lejos. En lugar de eso Mar enarboló un nuevo discurso improvisado: decía que aquella fiesta de la que hablábamos nunca llegó celebrarse. Nos dijo de pronto que la esperáramos tal cual nos encontrábamos, ya que debía ir a su cuarto a por no sé qué cosa. Al darse la vuelta me hice con su bolso y cogí su teléfono móvil. Mientras andaba al fondo del pasillo leí algunos mensajes recibidos, de Fran Pringui, Manu Pringui, Alfonso Pringui, Guille Pringui, y así todos los nombres hasta el final de la lista. Pensé que cada mensaje estaría relacionado con la desaparición de la Pringui, que constituirían algo así como un obituario telemático en el que conocidos de la Pringui consolaban a Mar por la desaparición de su amiga. Me equivoqué. Tan solo alcancé a leer los primeros dos o tres mensajes, pero convenían en comunicar “Sí, ya sé quien sois, iremos a la fiesta esta noche, una pena que no pueda la Pringui, un beso…” Di un codazo a mi compañero y le acerqué el teléfono, del que extrajo la misma información que yo, pero dicha información produjo en él un resultado distinto. -¿Y qué? –repuso lacónico él. – ¡Que Mar miente! Ha negado lo de la fiesta, tiene contactos con los amigos de la fallecida, ha copiado lo que ha dicho Gema sobre su relación con ella… ¡Es culpable! -¡No joder, es Gema la que ha copiado a Mar! Gema te está engañando y tú solo alcanzas a ver fantasmas donde no los hay- arremetía Jotaerre, colérico como pocas veces -Es Gema la que tiene las fotos de la fiesta y la que lo organizó todo, aunque a ti te interese más que salga y entre de la ducha. No dio tiempo a llegar a las manos porque Mar apareció en el salón con una cajita plateada y una sonrisilla sospechosa. No peleéis chicos- venía ella recitando –que tengo un regalito para ustedes. Hace ya dos meses que no lo hago, pero desde lo de la Pringui me siento terriblemente triste- Mientras decía esto, Mar depositó la cajita misteriosa sobre la mesa y la abrió. Dentro había una maleable y oscura postura de hachís, cuajada de jugos que rezumaban como óleo por entre los plásticos que la asfixiaban. ¿Os traigo otras cervecitas y os vais haciendo un par de petas?- Sugirió achinando los rabillos del ojo con su sonrisa -¡No se hable más!- Contestamos Jotaerre y yo al unísono. Nos pusimos manos a la obra y pronto, entre petas y cervecitas, manejábamos un curioso mareo que nos hacía ver a Mar cada vez más libre de culpa. Lo supe desde el primer momento, desde que ella se acercó con esa cajita plateada que titilaba como una estrella lejana sobre sus manos: Mal día para dejar de fumar porros.
domingo, 2 de enero de 2011
Breve aproximación al génesis bíblico
Recuerdo como si fuera ayer la noche en que la conocí. Desde el primer momento aprecié que ella era una forma de vida basada en el carbono, junto con otros elementos mezclados: Hierro como para un clavo, algo de calcio para revestir la madera de sus huesos, muchísimo oxígeno formando parte de diversos compuestos (como el agua que lloraba en ocasiones, que conciliaba a éste con el hidrógeno), trazas de yodo inapreciable y fósforo. Por dentro la circuía un eficiente cableado de sodio, que conducía sus manos y sus pies a su antojo por toda la geografía. La limpiaban dunas de cloro y azufre bañadas en sangre, por la que pululaba el magnesio libre entre el líquido y el músculo. Y nada más la componía en esencia.
Se intuía de su manera de ser que una hubo un tiempo en que todos estos elementos anduvieron desordenados, en un batiburrillo original y súbdito de la patria uterina. Coincidieron, no obstante, en ordenarse, en distribuirse mediante algún parámetro indescifrable, con tan extraordinaria minuciosidad que del nuevo ordenamiento surgió una persona. En principio todas estas sustancias emprendieron su camino guiado por otras metas; adaptarse a un medio ambiente de natural hostil, con huracanes, volcanes, bajas temperaturas, lluvias, rayos y truenos. Un entorno solícito, que invita a la aventura celular como reto autómata. El entorno de ella, crecida en sociedad civilizada y bajo techo, abastecida de cuanto necesitaba para vivir y mucho más, invocaba un resultado diferente. Sin embargo en algún momento todo se vio movido por cierto patrón tácito y pronto comenzaron a manifestarse músculos para correr, dientes para deglutir cualquier clase de alimentos, manos hábiles con que atraparlos o cosecharlos, y un magnífico cerebro pensante que lo organizaba todo y además proponía hacer cosas diferentes. También contenía vello, que ella obstinadamente extraía de sus piernas y axilas hasta dejarlas lisas, y más vello en muchas zonas en las que ella casi no se había percatado, porque era difícil. Para coronar el finísimo vello de su cuerpo una melena densa caía sobre sus hombros, melena que ella gobernaba y hacía mutar hasta de color, según le apeteciese. Tanto pelo inútil salió pensado para sustituir sus vestidos y demás prendas encantadoras que lucía con orgullo, para resguardarla de la intemperie. Por último, evidentemente también estaba preparada para prolongar su especie en el tiempo y el espacio. Para tal fin poseía una vagina canónica y bien construida entre las piernas y dos glándulas mamarias, cada cual consumando una inercia caediza de tejido blando y terso.
Ella tenía encomendado cuidar todo lo que le pertenecía. Al fin y al cabo, era su existencia misma. Por eso insuflaba continuamente aire y lo repartía, limpio, en cada rinconcito de su cuerpo que lo requiriese. Cada seis o siete horas ingería combinaciones que sintetizaban pertrechos de cada sustancia elemental, debidamente ordenados en forma de hoja de planta o filete de carne. Todo lo aderezaba con refrescantes líquidos, en ocasiones simple agua y en otras extraños mejunjes de colores, con burbujas, espuma o simplemente dulces y llanos. Una cuarta parte de su tiempo lo utilizaba para preservar los mecanismos que le daban vida, por lo que, si dividiéramos su existencia respecto a nociones de tiempo, y coincidiesen éstos con ciclos solares, algunos inmediatos y claramente identificables por los arrebatos de luz y ausencia de la misma (a los que podríamos llamar días) y otros más difíciles de constatar y relacionados con periodos de fertilidad de la tierra y reciclaje de la misma en barbecho, coincidentes con las estaciones conocidas de primavera, verano, otoño e invierno, a los que bien podríamos llamar años, pues centrándonos en los primeros, los días, de cada uno de estos que le tocaba vivir relegaba una cuarta parte a estar tumbada, conservando sus constantes vitales de manera latente. Dormía pues, como se suele decir, unas siete u ocho horas nocturnas, y cuando lo hacía su cara adoptaba facciones pacíficas y manejaba una belleza inusitada, por lo que verla dormir podría constituir la mayor de las atracciones.
Desde la perspectiva estética de la sociedad ella incurría en ciertos hábitos denominados comúnmente “feos”: Parte de las otras formas de vida que ella ingería, como las plantas o los animales, eran devueltas a la tierra o al agua en forma de mazacote execrable y algo maloliente. De cada líquido bebido filtraba parte para sí, y parte la incorporaba a ciertos minerales residuales que pacían en sus glomérulos, tras atravesar la criba renal, y luego los desalojaba sin miramientos. Estas actitudes podrían ser sancionadas por otros congéneres, si ella no se preocupase por llevarlas a cabo en lugares habilitados para tal, siempre sitos en compartimentos estancos e íntimos. No obstante cada ejercicio excretor propugnaba un nuevo equilibrio, porque éste era el sentido del mismo, y las plantas que ella ingería habrían agradecido recibir el conglomerado de las heces, y los animales que de estas plantas se alimentaban hubieran gozado mucho de comerlas fortalecidas por las muy nutridas excrecencias humanas.
Para resumir todo lo narrado y lo que ha quedado sin narrar, para recoger en una sola palabra todo aquello de lo que estaba compuesta y cómo todo aquello funcionaba, ella se hacía llamar Eva. Con el simple gesto de responder, de decir “me llamo Eva, o me llaman Eva” dejaba en evidencia que podía codificar la realidad y referirse a ella de manera abstracta. Poseía en sus mientes conceptos para casi todo, que vinculaban el objeto o la sensación referida con una arbitraria reunión de sílabas (golpes de voz). Además del aspecto funcional del sistema de referencia externa, al que podríamos llamar lenguaje, además del aspecto funcional del lenguaje, que es la transmisión de conceptos entre entes que comparten un mismo código, ella era capaz de otorgarle una dimensión inútil pero indudablemente bella: En ocasiones sobrealimentaba las sílabas conocidas con altas y bajas frecuencias y distintas amplitudes de onda, y las ordenaba según su gusto junto con otros ruidos contextuales que ella podía generar con su propia mano que percutiera, por ejemplo, una mesa. Entonces creaba una concatenación coordinada de sonidos que obligaba a permanecer escuchándola y a veces erizaba el vello de los brazos como si a uno lo hubiera invadido una bocanada de aire gélido. Esto era la música, y fue lo último que aprendí de ella. Guardaba la música en un soporte diminuto al que se adosaban dos longuísimas tiras de cable, acabadas en sendos capullos negros que se introducían a la perfección en sus cavidades auditivas. Con este artefacto colgado marchó hacia el final de la calle, remedando aquello que escuchaba en su propia boca y en sus movimientos, lo que podría ser entendido como una suerte de baile inacabado. Desde entonces escucho esta canción y la recuerdo ella, perdiéndose en la noche los tiempos:
jueves, 18 de noviembre de 2010
THE WALL (o nociones de marxismo para pequeños propietarios)
Parafraseo a Pink Floyd. We don’t need no education, We don't need no thought control, All in all it's just another brick in the wall, you're just another brick in the wall. No necesitamos la educación que nos prestáis, ni necesitamos vuestro control, porque en conjunto todo es otro ladrillo en el muro, solo eres, en conjunto, otro ladrillo en el muro.
Muros hay de todos los tamaños, de todas las épocas, con todas las implicaciones. Los muros son la más viva expresión de la propiedad y con tal carga semiótica se irguen y desvanecen ante nuestros ojos para luego enraizarse en los altares de la historia. Los muros guardan un componente romántico, un deje de solemnidad o de trascendencia que invita a ubicarlos en obras literarias, artículos, películas y libros de texto. El motivo, según mi opinión, es su simpleza rayana en el barbarismo. ¿Nos llevamos mal, hermano, tú y yo, en la misma casa? Pues ya no te ajunto. Levantamos un paredón y cada cual a lo suyo, ya no te hablo, ya no soy tu amigo. Lo malo es que los sujetos no suelen ser dos hermanos enfrentados, si no dos estados soberanos que porfían por la propiedad de los ciudadanos. Para eso se emberrenchinan, se retiran la palabra, se mutilan y por último levantan un muro como broche a tan dramáticas argucias preescolares. Sucede que los ciudadanos no somos juguetes, que tenemos fuerza, tenemos derechos, tenemos habilidades comprensivas, por lo que nuestra participación en las rabietas de estado es, para los estados, imprescindible. No somos juguetes, pero no por eso dejamos de ser propiedades. Somos propiedades porque fabricamos dinero, porque somos la única entidad natural capaz de generar un valor sobre las cosas: Sin un humano que la limpie, la canalice, la eleve entre los cuerpos y los edificios, la haga someterse, como una exiliada de los ríos, a la cruenta angostura de los grifos, sin todo eso, ni siquiera el agua tendría valor alguno. Si no lo crees acércate al río y bebe.
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